El fantasma de un beso.

Recuerdo su cuerpo, delgado y débil. El olor a medicina y a enfermedad. La luz que entraba por la ventana. Sus ojos azules y su sonrisa cansada, lo único que realmente tenía vida en esa habitación. Mi miedo terrible, que ella aplacó con una promesa y un beso. Apenas unos días después, el beso se desvaneció en el aire y la muerte me arrebató su promesa. En el fondo nunca lo he aceptado, en el fondo sigo enfadada. Me prometió que no me dejaría, pero lo hizo. No fue su culpa, y aun así… sigue doliendo. 

Ojalá mis recuerdos fueran más claros. Es lo único que me queda de ella, después de todo. Son tan pocos, tan escasos… y de tanto volver la vista atrás, buscando la familiaridad del recuerdo con un sentimiento agridulce de nostalgia y cariño, mis memorias se han difuminado, como una antigua fotografía mil veces mirada y acariciada. Ojalá pudiera acordarme de más cosas, pero… pero los años han ido borrando lo poco que de ella conservo.

No sé por qué, pero en estos días no he podido dejar de pensar en ella, ya veinte años después de su marcha. Estos días, andando por la calle, he visto una maraña de rizos rubios y una figura delgada, y he sonreído. He soñado con sus ojos, grandes, alegres, llenos de fuerza. Alguien con su misma colonia ha subido al metro y yo, al oler ese perfume, que casi creía olvidado, he recordado todo el cariño que me dio. 

Y hoy… hoy, guardando mis pendientes en el joyero que me dejó de herencia, lleno más de cosas suyas que no he tenido el valor de tirar que de mis propias joyas, el cajón de abajo se ha abierto, sin que yo lo tocara. Ha sonado esa melodía, esa que yo siempre asocié a ella, y he vuelto a recordar su risa, sus abrazos, su voz suave y grave, siempre calmante. He notado su presencia y su calidez. He notado el fantasma de su beso y un soplo de risa en la mejilla. Y, entre lágrimas, yo también he sonreído, porque en ese momento he sabido que, en realidad, no rompió su promesa: siempre ha estado ahí, conmigo.

Gracias, mamá.